Andrea González: "Si antes quería a Caracas, después de trabajar ahí la quiero más…"


Andrea, en su última visita al Pico Humboldt, El Ávila.

Andrea González viene de Caracas, tiene 24 años de edad y vive en Barcelona, España, desde hace 9 meses.

Su vida en Venezuela estaba llena de comodidades… “Mi familia no es millonaria, somos de clase media… Y mis papás trabajaron durante toda su vida para podernos dar cuanto deseáramos: Desde viajes dentro de Venezuela, hasta la oportunidad de aprender otros idiomas fuera del país”. Al menos 4 veces al año, su familia tenía la oportunidad de visitar la Isla de Margarita (carnavales, Semana Santa, verano y diciembre eran usualmente las fechas en que iba). Conoció lugares como Mochima, Choroní, los llanos venezolanos, Morrocoy, Los Roques… “Venezuela es un paraíso, ¡cómo la extraño!

Ella estudió en un colegio privado, que aunque es común en Venezuela, ciertamente hay muchas personas que no tienen esta oportunidad. También estudió en la Monteávila, una universidad privada, la carrera de Comunicación Social. “No solo me enseñaron a ser profesional, sino que me enseñaron que ante todo, lo importante es ser una buena persona”.

“Comencé la carrera con la idea de ser periodista, estaba convencida de que quería ser la voz que contara las realidades que las personas ignoraban, bien sea porque realmente era una realidad oculta o por la propia ignorancia auto-inducida que tanto nos caracteriza a los venezolanos. Obviamente esta idea se desvaneció al cabo de uno meses, me di cuenta que evidentemente la censura que existe en Venezuela no me iba a permitir ser esta voz de denuncia. Así que desistí de mi idea de ser periodista y quise enfocar mi carrera más hacia la publicidad. Igualmente, mis ganas de ser esa voz de denuncia quedaron intactas, pero debía encontrar otra forma de serlo, otra forma en la que el periodismo no fuese la vía”.

Andrea cuenta que su familia siempre ha sido el eje central de su vida. Cosas que disfrutaba hacer era reunirse con todos los suyos en los días de las madres, días del padre, Navidad, vísperas de año nuevo y muchos sábados y domingos de reuniones familiares. Sus padres están divorciados, por ese matrimonio están Andrea y su hermana menor (22 años) que es su mejor amiga. Su mamá se volvió a casar y con este matrimonio Andrea tiene 2 hermanos menores: una de 9 años y otro de 7, quienes son su vida entera. 

Mi mamá tomó la decisión de venirse a vivir a Barcelona en noviembre del 2013. Su esposo es venezolano, con nacionalidad española, por lo que tenían la oportunidad de venir a España de forma legal. Obviamente nos preguntó a mi hermana y a mí si queríamos venir a Barcelona con ella. Para nosotras fue un shock: sabíamos que Venezuela estaba mal, muchos amigos y familiares ya se habían ido del país, pero jamás pensábamos en irnos como una opción y mucho menos pensábamos que una despedida así estuviese tan próxima a nosotras.

Yo estaba comenzando el 3er año de la carrera, mi hermana estaba comenzando la universidad, psicología en la Universidad Metropolitana de Caracas. No era una decisión fácil de tomar, ni para ella, ni para mí. Por mi parte, evalué todas las opciones en España y ninguna de ellas me aseguraba validación absoluta de mis créditos en una universidad, prácticamente tenía que comenzar de cero y, sinceramente, no estaba preparada ni para comenzar de cero, ni para despedirme de mi país. Pero, tampoco estaba preparada para despedirme de mi mamá y de mis hermanitos. Mi hermana, por su parte, estaba negada a irse de Venezuela, muchos miedos, mucha incertidumbre. 

Ese fue el primer punto de no retorno que pasó por nuestras vidas. – Sí punto de no retorno, como en la estructura de las películas. – Mi hermana y yo decidimos quedarnos en Venezuela y seguir con nuestras vidas ahí. Al menos hasta que yo terminase la carrera. Claramente esto para mi mamá y para la familia en general representaba un quiebre. Siempre habíamos escuchado de familias que se separaban, pero nunca pensamos que la nuestra entraría en las estadísticas”. 

El pasaje de despedida para su familia tenía fecha del 3 de marzo de 2014. Ese día la vida de Andrea, como ella la conocía cambió. Ese día se despidió de su mamá, su esposo y sus dos hermanitos, que para ese entonces tenían 6 y 3 años. Se despidieron en el Aeropuerto de Maiquetía, “el aeropuerto de los sueños rotos, de las vidas dentro de maletas y de las despedidas forzadas… Ese día le dije a mi mamá: ‘Chao, nos estamos viendo’, como si se estuviera yendo temporalmente por trabajo o vacaciones”. Lo cierto es que para reencontrarse, transcurrieron 2 años y medio.

En julio de 2016 la mamá de Andrea volvió por dos semanas a Venezuela para ir a su graduación. Para el momento en el que ella había dejado su país, la escasez y las largas colas en los supermercados (para poder comprar productos básicos regulados) no existían. Fue lo primero que vio al volver a Caracas, quedó impactada. “Venezuela se nos fue a la mierda, hija” le dijo antes de comenzar a llorar… Dos días después de la graduación de su hija, se subió a un avión y no ha vuelto más. “Ella nos rogaba a mi hermana y a mí que nos decidiéramos, que nos fuéramos de Venezuela”.

Desde que su mamá se fue, Andrea y su hermana vivían solas en la casa en la que solían vivir con ella. Su papá vivía a dos cuadras de esa casa y siempre se veían. Los domingos ellas iban muy temprano a su casa, desayunaban, almorzaban y cenaban. “Yo me hacía llamar Andrés, porque era tradición que mi papá y yo pasáramos todo el día viendo deportes en la TV: tenis, fútbol, la F1, fútbol americano y béisbol. El favorito de mi papá es el fútbol americano. Muchas veces iba con resaca de la fiesta del sábado y me quedaba dormida en el sofá mientras él insultaba a Vettel porque lo habían pasado en la última vuelta o porque se había tardado demasiado en pits... ¡Cómo extraño a mi papá!, y apenas tengo 9 meses sin verlo.

Lo que ella más extraña y lo que recuerda con más nostalgia son esas celebraciones que su familia inventaba como excusa para hacer una parrilla en casa de su abuela. “Iban todos mis tíos, los hermanos de mi papá, con mis tías y mis primos. Comenzábamos tomando cerveza mientras mi papá, el parrillero designado, hacía la brasa. Después, justo antes de comenzar a comer, pasábamos al vino y ahí nos quedábamos hasta que mi papá o mi tío sacaba el orujo. En ese momento de la noche ya solo nos reíamos y puteábamos a Maduro, a Chávez y todos los del team comunista. Estábamos jodidos, cada vez teníamos que moderarnos más económicamente, pero seguíamos siendo privilegiados y afortunados. Mi familia siempre ha trabajado duro por todos nosotros y a todos ellos, les agradezco haberme enseñado eso”. 

Andrea cuenta que sus fines de semana consistían siempre en una fiesta tras otra, idas a Los Roques en barco, ir a Margarita a pasar el finde en casas alucinantes, beber ron, vino, y más ron… Pero durante la semana ella trabajaba muchísimo. Tenía tres trabajos: En las mañanas trabajaba en la Coordinación de Prensa y Comunicación de la Dirección de Deporte de la Alcaldía de Sucre, en Caracas. Por las tardes, trabajaba en una oficina en el CCCT, llevando toda la parte de marketing de dos startups de unos amigos. Y también trabajaba como Community manager y como project manager en la empresa de un amigo que estaba enfocada en todo el área de Social Media.

Durante la semana, Andrea estaba muy ocupada. Se iba a dormir muy tarde, porque a pesar de irse de la Alcaldía a las 2 pm, sus otros trabajos le exigían quedarse atenta hasta muy tarde. En muchos casos para adelantar entregas urgentes para el día siguiente.

Comencé a trabajar en la Alcaldía de Sucre aproximadamente en noviembre de 2016. Si antes quería a Caracas, después de haber trabajo ahí, la quiero más… Mi paso por la alcaldía me permitió conocer una realidad de mi ciudad que sabía que existía pero que era demasiado dolorosa de conocer. Trabajando ahí llegué a lugares que jamás pensé ir. Muchos me miraban y decían ‘esta sifrinita no va a aguantar, es mucho barrio para ella’. Los martes y los jueves íbamos a los barrios más peligrosos de la ciudad en la noche a realizar algo que llamábamos torneos nocturnos. Lo interesante es que durante esa noche, en esa zona popular o barrio, no había tiroteos, esa noche no moría nadie a manos de la violencia, porque todos estaban jugando fútbol o básquet en ese torneo. Fui testigo de que durante esas noches, gracias a los torneos nocturnos, salvábamos vidas.

Esto me hacía pensar que sí había esperanzas, que Venezuela si podía rescatarse. Que el sistema podía quebrarse. Que el camino era largo, pero que alcanzar la meta era algo seguro. 

En ese momento la vida me dio una bofetada. Comenzaron las protestas nuevamente en toda Venezuela, pero esta vez Caracas era el campo de guerra. Desde el 2007 he estado protestando. Tenía 13 años cuando fui a mi primera protesta, el famoso ‘pupitrazo’. Después vinieron las protestas del 2011, ya estaba en la universidad, tenía 18. Esas no tuvieron tanta trascendencia. Llegó el 2014, tenía 20, casi 21; fueron alrededor de 90 días continuos de protesta. Iba a escondidas de mis papás, con una de mis mejores amigas y mi hermana. Y llegó el 2017, esta vez no sería diferente. No iba a dejar de protestar.”

En ese punto, la idea de dejar su país estaba presente en la cabeza de Andrea. Su papá le preguntaba todos los días qué haría, estaba preocupado porque estaba esforzándose y arriesgándose mucho con sus 3 trabajos, utilizando el carro, sola en las calles y llegando muy tarde por las noches después de trabajar. Su papá consideraba que no valía la pena exponerse a tantos peligros por lo poco que ganaba, le insistía en aplicar para el master que ella quisiera. “Negra, vete. Ahora es que estás a tiempo” -Le decía- Y no es poca cosa ver a un padre diciéndole a la luz de sus ojos que se fuera de Venezuela.  

Tras aplicar a dos masters, uno en Alemania y otro en Barcelona, recibió finalmente aceptación por parte de las dos. Andrea no sabía que hacer.

“Un día me levanté, estábamos comenzando el mes de abril, y cuando abrí los ojos no me sentí feliz, me sentí estancada. La noche anterior había tenido un susto con un carro que me estaba persiguiendo, jamás había manejado tan desquiciadamente en mi vida… Cuando me desperté esa mañana sabía que ya era el momento de irme. Ese mismo día llamé a mi papá y le dije: ‘Pa, me voy. Compra el pasaje para antes de junio, así me da tiempo de tramitar todos mis papeles en España antes de comenzar las clases’. Él pensaba que lo estaba vacilando, pero cuando escuchó el tono de mi voz, dejó de tener dudas. ‘Ok, mi negrita, ya le digo a tu tía que busque los pasajes para ver cuál nos sale mejor’. 

Días después, comenzaron las protestas del 2017. Y aunque Andrea ya sabía que se iría de ahí, no podía quedarse en su casa viendo como los demás salían a las calles para defender sus derechos y a su país. Ella también tenía que hacerse sentir presente, nunca lo había dejado de hacer y esa no sería la excepción. “Siempre iba con mi papá, otras veces iba con un amigo, Timmy. Pero prefería ir con mi papá porque él era el que me hacía aterrizar cuando la adrenalina me invadía… Si hay algo a lo que le tengo miedo en las protestas, no es a los militares o a la policía, sino a mi propia capacidad de perder el miedo y de ponerme al frente, como si estuviese blindada. Por eso prefería ir con mi papá y no con mi amigo”. 

Nos levantábamos en la mañana, desayunábamos, me ponía un blue jean, una camisa blanca, mis converse morados, mi gorra de los Leones del Caracas o la de la campaña de Capriles del 2012, la tricolor con las estrellas. Me ponía mi rosario y me persignaba. Metía en mi bolso caramelos, mi cédula de identidad, agua para beber, un termo con agua, bicarbonato y pañuelos… Muchos pañuelos. Esa fue mi rutina por 26 días continuos. Todos los días llegaba a mi casa llorando por la frustración, todos los días corría…”

La hermana de Andrea también iba a protestar, pero después de que un día sufrió un ataque de pánico y quedó paralizada por el terror, decidió que una buena forma de ayudar desde casa sería haciendo comida para los chicos de la resistencia y estando atenta en Twitter para advertir a quienes estaban en las calles.

Protestando vi muchas caras de lo que representa ser un venezolano. Vi la cara del que no tiene nada, pero es capaz de darlo todo por defender sus derechos. Vi la cara del apático, vi la cara del solidario, vi las caras de los valientes, vi la cara del que lo tiene todo y aun así sale a la calle, incluso cuando pudo haber preferido quedarse en su casa. Vi la cara del infiltrado, vi la cara del que odia, vi la cara del que sufre y vi, por instantes muy cortos, la victoria en la cara de muchos. Y aunque vi miedo en todas esas caras, también vi fuerza, vi ganas de seguir”. 

Tomar la decisión de irme representó un debate interno para mí, y lo sigue siendo. Sentí que le di la espalda a todos los que seguían en las calles, sentí que ‘le dejé ese muerto’ a mi papá, a mi hermana, a mi familia y a mis amigos y que yo me fui, me lavé las manos y ‘adiós’. Me monté en el avión el 5 de mayo de 2017. Justo un día antes había estado protestando en las calles, ese día nos emboscaron y a mí lo único que me preocupaba era mi papá, que corriera lo que más que pudiese para que la Guardia Nacional no lo agarrara, que se cubriera bien la cabeza para que no le golpeara ninguna bomba lacrimógena en la cabeza, que usara el pañuelo con bicarbonato para que no se asfixiara al tratar de respirar por los gases lacrimógenos. Yo era un segundo plano, yo no estaba preocupada por mí, si no por él. 

Jamás lo había visto llorar, no así. Ese día cuando nos despedimos lloró, se le quebró la voz, mi hermana, mi prima y nuestra mejor amiga también lloraron. Yo me aguanté, no lloré. ‘Nos vemos family, no me extrañen, el alma de la fiesta se les va, pero no hay nada que el FaceTime no pueda arreglar’. Sentí que si lloraba los iba a defraudar, porque a final de cuentas yo me estaba yendo, ellos se iban a quedar ahí, pasando peores ratos de los que yo seguramente pasaría. 

Cuando ese avión despegó, no le podía quitar la mirada al Ávila. Recordé todas las veces que me había levantado a las 5:30 am para comenzar a subir Sabas Nieves a las 6 en punto. De cuando subí al Humboldt o de cuando simplemente me despertaba en las mañanas, abría la persiana y me quedaba viéndola por horas. Ese día mi vida tuvo su segundo punto de no retorno. Ese día me despedí del caos más lindo de mi vida, ese día de dije ‘hasta pronto’ a mi país, sin tener la verdadera certeza de si volvería en algún momento”. 

La llegada de Andrea a España no fue tan difícil, gracias a que su mamá estaba ahí para apoyarla durante todo el proceso, y logró tramitar su residencia gracias a su padrastro. Después de 3 años y medio pudo ver y abrazar a sus hermanitos. “Pensaba que ese día no llegaría jamás”.

“Las cosas en España no han sido fáciles, te das cuenta de que en Venezuela eras privilegiado, que el status de vida que tenías allá no se comparará jamás con el de acá”. También ha sido capaz de entender que más vale la calidad de vida, y que cuando llegas a otro país pasas a ser uno más del montón, ya no se tienen muchas de las comodidades con las que creciste. Es un comienzo desde cero en el que hay que aceptar lo que venga con o sin ayudas, y siempre teniendo la vista muy firme en la meta.

La gente que Andrea ha conocido, y con la que se ha reencontrado, se han convertido en parte de su familia. Sin dejar atrás que extraña mucho su país, su caos caraqueño, el clima, y enfrentarse cada mañana al Ávila. 

“Sueño con volver algún día. Sin embargo, aquí también me siento en casa, Barcelona me ha dado oportunidades que Caracas no podía ofrecerme. La gente de Barcelona me ha tratado increíblemente, nunca me han tratado mal y eso se los agradezco, porque me ratifican que mi decisión fue la correcta. Por ahora mi trabajo como venezolana es dejar en alto mi nacionalidad y hacerle saber al resto de las personas lo que realmente pasa en mi país. Pienso que mientras más personas sean realmente conscientes de lo que sucede, más nos haremos escuchar y, por otro lado, quizás logremos evitar que la historia de los venezolanos se repita en otros países del mundo”.




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